De nuevo ante tus ojos el espejo de proferir palabras, intocado espejo de nuevo intacto, desprovisto, por momentos, de hombre.
¿Pregunta acaso?, ¿te pregunta acaso? Nadie en él. Nadie a través suyo.
¿No queda nadie en el espejo? ¿Nadie entre palabra y palabra capaz de interrogar por la piedad del cuarto, de interrogar con su ojo glauco por la cancel agobiada bajo el percal de la glicina?
Me recuerdas la oblicuidad de la palabra en el momento de encontrar cabida en el verso.
Arnaldo Calveyra, Poesía reunida, 2008
Stella Maris Vence, Celia Bello, Graciela Joaquín, Carlos Decuzzi, Juanita Suffritti, Pep Pepio, Gabriela Rizzotti, Norberto Mele, María Rosa Blasco, Sandra Cozzo, Fabiana Lagana, María del Carmen Palmieri, Nedy Varela, Mercedes Imsen, Alejandra Tamburo, Daniela Peluso, Elías Atala, Carlos Terzano, Sofía Brunero, Susana Lizzi, Mirta Andreoli, Cristina Speranza, Nieves Imbelloni, Beatriz Menchi, Osvaldo Harche. Coordinación: Roxana Palacios
miércoles, 24 de febrero de 2010
domingo, 21 de febrero de 2010
oh, cuidar lo fugaz bajo el sol..., José Watanabe
Y coincidimos en el terral
el heladero con su carretilla averiada
y yo
que corría tras los pájaros huidos del fuego
de la zafra.
También coincidió el sol.
En esa situación cómo negarse a un favor llano:
el heladero me pidió cuidar su efímero hielo.
Oh cuidar lo fugaz bajo el sol...
El hielo empezó a derretirse
bajo mi sombra, tan desesperada
como inútil
Diluyéndose
dibujaba seres esbeltos y primordiales
que sólo un instante tenían firmeza
de cristal de cuarzo
y enseguida eran formas puras
como de montaña o planeta
que se devasta.
No se puede amar lo que tan rápido fuga.
Ama rápido, me dijo el sol.
Y así aprendí, en su ardiente y perverso reino,
a cumplir con la vida:
Yo soy el guardían del hielo.
José Watanabe, Perú (1945-2007)
"El guardián del hielo", en Cosas del cuerpo, 1999
el heladero con su carretilla averiada
y yo
que corría tras los pájaros huidos del fuego
de la zafra.
También coincidió el sol.
En esa situación cómo negarse a un favor llano:
el heladero me pidió cuidar su efímero hielo.
Oh cuidar lo fugaz bajo el sol...
El hielo empezó a derretirse
bajo mi sombra, tan desesperada
como inútil
Diluyéndose
dibujaba seres esbeltos y primordiales
que sólo un instante tenían firmeza
de cristal de cuarzo
y enseguida eran formas puras
como de montaña o planeta
que se devasta.
No se puede amar lo que tan rápido fuga.
Ama rápido, me dijo el sol.
Y así aprendí, en su ardiente y perverso reino,
a cumplir con la vida:
Yo soy el guardían del hielo.
José Watanabe, Perú (1945-2007)
"El guardián del hielo", en Cosas del cuerpo, 1999
viernes, 19 de febrero de 2010
aturdidos por los ruidos del mercado, Liliana Heker
Lo susurra el mundo editorial, lo aseguran los libreros, lo acpeta con melancolía el escritor: la literatura argentina no se vende. Para atenuar los efectos de esta desdicha podríamos apelar a aquel imborrable poema de Guillermo Boido -"La poesía no se vende, / porque la poesía no se vende"- que, con fulgurante brevedad establece una ética de la escritura. Pero, aplicándolo a nuestra actualidad literaria, sólo estaríamos insinuando una verdad a medias. Es cierto que, salvo excepciones, el escritor argentino no pretende venderse a través de sus cuentos o sus novelas -olvidables o fundamentales, bellamente construidas o abrumadas de descuidos, intensas o triviales o aburridísimas, puede asegurarse que las ficciones argentinas, en su mayor parte, han sido escritas por una razón mucho más compleja y válida que la de ser objetos vendibles-; pero también es cierto que, aturdidos por los ruidos del mercado, o desesperados por vender (como si en eso se cifrara el acceso a la gloria, el escritor suele aceptar, sin cuestionarlos, los mandatos y los valores que dicta el poder en lo que concierne a la literatura. Al menos se comporta públicamente como el que los acepta. Y entonces no sólo se traiciona en su doble condición -en tanto intelectual y en tanto artista- de cuestionador. Además se equivoca. Se transforma a sí mismo en un híbrido; y a la literatura en un espacio chato y poco confiable. En una cosa que no vende, diría, si el término me pareciera relevante. Pero no me lo parece.
"El lector, ese cazador solitario", en Las hermanas de Shakespeare, 1999
"El lector, ese cazador solitario", en Las hermanas de Shakespeare, 1999
lunes, 15 de febrero de 2010
libros viejos, libros nuevos, Roxana Palacios
En su artículo “Por qué leer a los clásicos”, Italo Calvino comenta algunas lecturas de juventud y alienta a todos aquellos que, llegada la madurez, no hayan tenido la oprotunidad de leer algunos textos fundacionales de la literatura universal: Se llama clásicos a los libros que constituyen una riqueza para quien los ha leído y amado, pero que constituyen una riqueza no menor para quien se reserva la suerte de leerlos por primera vez en las mejores condiciones para saborearlos*
Es fácil reconocer a los clásicos, se imponen por inolvidables. La fuerza está en la atracción, un resto que no terminamos de recorrer y que pide nuevas y nuevas lecturas. En los clásicos, la muerte es una figuración iniciática y en cada renacer viene impresa la huella de las lecturas que nos anteceden.
A semejanza de los antiguos talismanes, tu clásico es aquel texto que no puede serte indiferente, vale tanto una obra antigua como una moderna, siempre y cuando puedas poner a funcionar el verbo releer.
Es clásico aquello que persiste. Es clásico lo que no se consume. Y si alguien objeta que no vale la pena tanto esfuerzo, citaré a Cioran (que no es un clásico, al menos de momento, sino un pensador contemporáneo que sólo ahora se empieza a traducir en Italia): «Mientras le preparaban la cicuta, Sócrates aprendía un aria para flauta. "¿De qué te va a servir?", le preguntaron. "Para saberla antes de morir"»*, contestó.
* “Por qué leer a los clásicos”, en Por qué leer a los clásicos, Italo Calvino, 1981
Texto completo (1993) en http://www.urbinavolant.com/archivos/literat/cal_clas.pdf
Es fácil reconocer a los clásicos, se imponen por inolvidables. La fuerza está en la atracción, un resto que no terminamos de recorrer y que pide nuevas y nuevas lecturas. En los clásicos, la muerte es una figuración iniciática y en cada renacer viene impresa la huella de las lecturas que nos anteceden.
A semejanza de los antiguos talismanes, tu clásico es aquel texto que no puede serte indiferente, vale tanto una obra antigua como una moderna, siempre y cuando puedas poner a funcionar el verbo releer.
Es clásico aquello que persiste. Es clásico lo que no se consume. Y si alguien objeta que no vale la pena tanto esfuerzo, citaré a Cioran (que no es un clásico, al menos de momento, sino un pensador contemporáneo que sólo ahora se empieza a traducir en Italia): «Mientras le preparaban la cicuta, Sócrates aprendía un aria para flauta. "¿De qué te va a servir?", le preguntaron. "Para saberla antes de morir"»*, contestó.
* “Por qué leer a los clásicos”, en Por qué leer a los clásicos, Italo Calvino, 1981
Texto completo (1993) en http://www.urbinavolant.com/archivos/literat/cal_clas.pdf
miércoles, 10 de febrero de 2010
por nosotros mismos o ni siquiera eso, Paula Jiménez
Donde quiera que vaya
tomo agua,
porque hay cosas
que son inalterables, más largas
que vos y yo
que nuestro tiempo.
A veces miro
un horizonte y me pregunto
cuántos atardeceres más veremos.
Otras sigo de largo, continúa
el agua circulando al lado mío
un hecho cotidiano o la carencia
de que igual al caudal
para mí
correrá la vida.
Nunca sé más de lo que veo, soy
del mundo la experiencia sensitiva
la que no puede
imaginar lo disipado
lo disuelto,
la que peca
de no haber sido como el árbol
carente de voluntad.
Nada sucederá mañana, pienso
y siento
responsabilidad sobre mi muerte,
como si hubiésemos perdido en estos años
la oportunidad de dios.
Desencanto, en Poetas Argentinas (1961-1980), 2007
Foto: Susana Thénon
tomo agua,
porque hay cosas
que son inalterables, más largas
que vos y yo
que nuestro tiempo.
A veces miro
un horizonte y me pregunto
cuántos atardeceres más veremos.
Otras sigo de largo, continúa
el agua circulando al lado mío
un hecho cotidiano o la carencia
de que igual al caudal
para mí
correrá la vida.
Nunca sé más de lo que veo, soy
del mundo la experiencia sensitiva
la que no puede
imaginar lo disipado
lo disuelto,
la que peca
de no haber sido como el árbol
carente de voluntad.
Nada sucederá mañana, pienso
y siento
responsabilidad sobre mi muerte,
como si hubiésemos perdido en estos años
la oportunidad de dios.
Desencanto, en Poetas Argentinas (1961-1980), 2007
Foto: Susana Thénon
jueves, 4 de febrero de 2010
el Eternauta me llamó él, Héctor Oesterheld
Un crujido en la silla del otro lado del escritorio. Alcé los ojos y ahí estaba, otra vez: el Eternauta, mirándome con esos ojos que habían visto tanto. Durante un largo rato se quedó ahí, mirando sin ver el tintero, los libros, los papeles desordenados sobre el escritorio.
-Te conté de Hiroshima... - dijo y apoyó la cabeza ya blanca sobre la mano-. Te conté de Pompeya...
Hizo una pausa, me miró sin verme; de pronto sonrió.
-Ni yo mismo sé por qué te hablo de todo eso... - y la voz le venía de quién sabe qué eternidad de espanto, de quién sabe qué inmensidad de dolor y angustia-. Quizá te hablo de todo esto para borrar con otro horror el horror que trato de olvidar. Mientras cuento vuelvo a vivir lo que cuento... Y si hablo de Hiroshima, si hablo de Pompeya, olvido el horror máximo que me tocó vivir.¿Qué fue Pompeya, qué fue Hiroshima al lado de Buenos Aires arrasado por la nevada?
El Eternauta, 1957
-Te conté de Hiroshima... - dijo y apoyó la cabeza ya blanca sobre la mano-. Te conté de Pompeya...
Hizo una pausa, me miró sin verme; de pronto sonrió.
-Ni yo mismo sé por qué te hablo de todo eso... - y la voz le venía de quién sabe qué eternidad de espanto, de quién sabe qué inmensidad de dolor y angustia-. Quizá te hablo de todo esto para borrar con otro horror el horror que trato de olvidar. Mientras cuento vuelvo a vivir lo que cuento... Y si hablo de Hiroshima, si hablo de Pompeya, olvido el horror máximo que me tocó vivir.¿Qué fue Pompeya, qué fue Hiroshima al lado de Buenos Aires arrasado por la nevada?
El Eternauta, 1957
un hombre con media res al hombro, Diego Muzzio
florece porque florece
Angelus Silesius
Un hombre
con media res
al hombro
cruza la calle
bajo la lluvia.
El hombre
vestido de blanco
doblado bajo la carne
trabaja;
concentra la fuerza
de sus músculos vivos
en soportar el peso
de la carne muerta.
Mirado desde aquí
el hombre parece
uno de los ángeles
que asoló Sodoma;
y la res que carga
un hombre despellejado
cuya carne será
pasto del fuego.
Hombre y ángel,
res y hombre
pueden confundirse
mirados desde aquí
y uno puede pensar
que ciertas escenas
son signos
de un alfabeto oscuro.
Hombre y ángel,
res y hombre
pueden confundirse
la lluvia y la carne
pueden confundirse
también
en sus últimos gestos:
la lluvia
cae porque cae.
"Carne", en Hablar de Poesía,1999
Angelus Silesius
Un hombre
con media res
al hombro
cruza la calle
bajo la lluvia.
El hombre
vestido de blanco
doblado bajo la carne
trabaja;
concentra la fuerza
de sus músculos vivos
en soportar el peso
de la carne muerta.
Mirado desde aquí
el hombre parece
uno de los ángeles
que asoló Sodoma;
y la res que carga
un hombre despellejado
cuya carne será
pasto del fuego.
Hombre y ángel,
res y hombre
pueden confundirse
mirados desde aquí
y uno puede pensar
que ciertas escenas
son signos
de un alfabeto oscuro.
Hombre y ángel,
res y hombre
pueden confundirse
la lluvia y la carne
pueden confundirse
también
en sus últimos gestos:
la lluvia
cae porque cae.
"Carne", en Hablar de Poesía,1999
martes, 2 de febrero de 2010
el que pide para otro no mendiga, Macedonio Fernández
A poco que se elogie la acción de un hombre le oiremos decir: "Mi descanso es pelear", o "Para dormir y reposar me sobrará tiempo en la muerte" Ya hubo quien lo dijo entre los hombres célebres. Embotamiento de sí mismo y cinismo, de todo hombre es la miseria y la derrota: el hombre que no las ve en sí, en su roto y golpeado curso individual, es un poco más ciego que los ciegos que somos todos, así sea un Julio César o un Newton. Honrado es el hombre del tranvía, el cliente que espera en la antesala de un estudio. Habiendo de esperar, reemplaza la espera por el sueño, que es el artículo de sustitución apropiadísimo y a su alcance: lo tiene y lo usa. Mi prójimo allí enfrente se ha quedado dormido en su silla. Se ha dicho: qué hacer del tiempo: dormirlo.
Cuando la vida sólo es tiempo, lo único absolutamente honesto, lo que haría un niño, debe hacerlo un hombre, un poeta, un genio: dormirlo.
Al azar me he traído dos libros: "Extractos de Schopenahuer"; otro: "Extractos de Goethe" Además de esa semejanza se trata de dos autores alemanes; los dos libros están en inglés; ambos de agradable aspecto, encuadernación inglesa y parecida y de parecido tamaño. Y comienzan con una biografía de Schopenahuer y de Goethe, en cuya última página trátase de los rasgos de sus últimas horas de vida. Aparece el "Mehr licht" de Goethe tan rememorado y tan tontamente fantaseado y que significa meramente que en sus ojos se refugiaba un último apetito fisiológico: el placer de la luz, apetencia universal zoológica, vegetal, quizá mineral.
El pobre hombre en todo hombre, como diría Schopenhauer, el pobre diablo que llora, se acobarda y se atonta en todos nosotros, el pobre diablo improgresable que no será reducido nunca a un cuantum disimulable por los supuestos progresos de la Inteligencia, se moría en el envase glorioso de un Schopenahuer o un Goethe; había durado tanto como ellos, había sido el dueño de casa en ellos y tenía la última palabra: pedía luz, aplausos, cualquier cosa. Pedía para sí, para Schopenhauer, para Goethe: pedía, mendigaba. El que pide para otro no mendiga. Una madre, un padre como hay tantos que no han escrito, que no han inventado nada más que el altruísmo y la modestia, pediría para su hijo, para su esposo, porque hay humanos sin pobre diablo.
En el pedir para sí y en el obrar para sí intelectual o muscularmente, no hay ética ni estética. Sólo el altruísmo es ética y es belleza. Y es felicidad.
"Todo-tú", Macedonio Fernández (1929)
lunes, 1 de febrero de 2010
sus hombres, los hombres de este río, Aroldo Conti
La muralla de juncos oscurecen las bocas y algunas aparecen marcadas, por ese motivo, con largas estacas que sobresalen de la línea verde.
Pero también el río abierto tiene su encanto y el camino es bastante más corto. De todas maneras, aun por ahí, iba a tener oprtunidad de observar los altos árboles, irguiéndose, al parecer, un poco echados hacia atrás, contra el cielo diáfano y profundo del verano.
Vació el agua del bote y descendió rápidamente hacia el río abierto, impulsado por una correntada formidable. Aprovechó el impulso del agua para fumar un cigarrillo, dejándose llevar a camalote y corrigeindo de vez en cuando la deriva con un rápido golpe de remo.
Cuando llegó al banco se dejó llevar hasta donde calculaba que había atado la línea. Los juncos se asomaban apenas, porque el agua estaba todavía alta. De manera que no había rastro en la línea. Sin embargo decidió buscarla, simplemente por el placer de acertar con ella y, en cierto modo, de contrariar al río. La verdad que el río es ajeno a todo sentimiento, pero muy a menudo parece animado por un humor sombrío.
El río es espléndido y el hombre se siente misteriosamente atraído por él. Esto es todo lo que se puede decir.
Ese hombre se detiene junto a sus aguas y observa la susurrante vastedad con cierta nostalgia, como si hubiera extraviado algo muy querido y absolutamente primordial en medio de este río semejante a la eternidad. Eso, tal vez, le induce a pensar que el río es bueno.
Sudeste (fragmento), 1962
Pero también el río abierto tiene su encanto y el camino es bastante más corto. De todas maneras, aun por ahí, iba a tener oprtunidad de observar los altos árboles, irguiéndose, al parecer, un poco echados hacia atrás, contra el cielo diáfano y profundo del verano.
Vació el agua del bote y descendió rápidamente hacia el río abierto, impulsado por una correntada formidable. Aprovechó el impulso del agua para fumar un cigarrillo, dejándose llevar a camalote y corrigeindo de vez en cuando la deriva con un rápido golpe de remo.
Cuando llegó al banco se dejó llevar hasta donde calculaba que había atado la línea. Los juncos se asomaban apenas, porque el agua estaba todavía alta. De manera que no había rastro en la línea. Sin embargo decidió buscarla, simplemente por el placer de acertar con ella y, en cierto modo, de contrariar al río. La verdad que el río es ajeno a todo sentimiento, pero muy a menudo parece animado por un humor sombrío.
El río es espléndido y el hombre se siente misteriosamente atraído por él. Esto es todo lo que se puede decir.
Ese hombre se detiene junto a sus aguas y observa la susurrante vastedad con cierta nostalgia, como si hubiera extraviado algo muy querido y absolutamente primordial en medio de este río semejante a la eternidad. Eso, tal vez, le induce a pensar que el río es bueno.
Sudeste (fragmento), 1962
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