Stella Maris Vence, Celia Bello, Graciela Joaquín, Carlos Decuzzi, Juanita Suffritti, Pep Pepio, Gabriela Rizzotti, Norberto Mele, María Rosa Blasco, Sandra Cozzo, Fabiana Lagana, María del Carmen Palmieri, Nedy Varela, Mercedes Imsen, Alejandra Tamburo, Daniela Peluso, Elías Atala, Carlos Terzano, Sofía Brunero, Susana Lizzi, Mirta Andreoli, Cristina Speranza, Nieves Imbelloni, Beatriz Menchi, Osvaldo Harche. Coordinación: Roxana Palacios
domingo, 27 de marzo de 2011
Noé Hernández Cortez: política, erotismo y el amor (ausente)
Leyendo una de las obras políticas más influyentes en el mundo académico del pensamiento marxista, Emancipation(s) de Ernesto Laclau, vislumbré una analogía entre la filosofía política del pensador argentino y el pensamiento político del poeta mexicano Octavio Paz. Esta analogía tiende sus vasos comunicantes a través de la metáfora la ausencia de la presencia. Así, me apresuré a escribir la siguiente nota.
Una forma de aproximarse a la noción de “significante vacío” que elabora Ernesto Laclau, principalmente en su obra Emancipation(s) (1996), es por medio de la metáfora la ausencia de la presencia. Mi siguiente aproximación no es casual, pues pocos lectores de la política han vislumbrado la conexión de la filosofía política de Ernesto Laclau con la sexualidad (Lacan, 1998) y el erotismo (Paz, 1993) El amor para el poeta Octavio Paz es la búsqueda de la unidad en el Otro. Para Lacan en la sexualidad se manifiesta la carencia de lo real, la falta de lo real que se reconcilia con la unidad por un instante a través del objeto del deseo, objet petit. No es extraño que Octavio Paz en su ensayo La llama doble (1993) se refiriera al amor como el gran ausente a finales del siglo XX en las democracias, en donde predominan las sonrisas idiotas de la satisfacción del consumo. En el lenguaje político de Laclau (1996), en el psicoanálisis de Lacan (1998) y en la poesía de Octavio Paz (1993) el significante vacío es la ausencia de la presencia, -y agregaría- la búsqueda de la unidad pérdida. En ese sentido, hay una conexión íntima entre política, sexualidad y erotismo, para usar la metáfora luminosa de Paz: una conexión íntima entre la plaza y la alcoba. Escribe Laclau en Emancipation(s):
En una situación de desorden radical, el “orden” está presente como aquello que está ausente; se convierte en un significante vacío en tanto significante de esa ausencia. En este sentido, varias fuerzas políticas pueden competir en esforzarse por presentar sus objetivos particulares como aquellos que se ocuparán de llenar la falta. Hegemonizar algo es, justamente cumplir esta función de llenado
Cualquier término que, en cierto contexto político, devenga en significante de la falta cumplirá la misma función. La política es posible porque la imposibilidad constitutiva de la sociedad sólo puede representarse a través de la producción de significantes vacíos. (Glynos y Stavrakakis, 2008:257)
El poeta Octavio Paz escribe en su ensayo La llama doble:
En Occidente se repitió el fenómeno de la primera postguerra: triunfó y se extendió una nueva y más libre moral erótica. Este período presenta dos características que no aparecen en el anterior: una, la participación activa y pública de las mujeres y de los homosexuales; otra, la tonalidad política de las demandas de muchos de esos grupos. Fue y es una lucha por la igualdad de derechos y por el reconocimiento jurídico y social; en el caso de las mujeres, de una condición biológica y social; en el caso de los homosexuales, de una excepción. Ambas demandas, la igualdad y el reconocimiento de la diferencia, eran y son legítimas; sin embargo, ante ellas los comensales de El banquete platónico se habrían restregado los ojos: el sexo ¿materia de debate político? En el pasado había sido frecuente la fusión entre erotismo y religión: el tantrismo, el taoísmo, los gnósticos; en nuestra época la política absorbe al erotismo y lo transforma: ya no es una pasión sino un derecho. Ganancia y pérdida: se conquista la legitimidad pero desaparece la otra dimensión, la pasional y espiritual. Durante todos estos años se han publicado, según ya dije, muchos artículos, ensayos y libros sobre sexología y otras cuestiones afines, como la sociología y la política del sexo, todas ellas ajenas al tema de estas reflexiones. El gran ausente* de la revuelta erótica de este fin de siglo ha sido el amor […] (Paz, 1993:153)
Así, existen conexiones íntimas entre la política, la sexualidad, el erotismo y el amor. Relación íntima entre la reflexión política en la plaza y la búsqueda de la unidad en la alcoba. La analogía entre el discurso de la política y el erotismo es la presencia del significante vacío, la presencia de la ausencia añorada.
Ciudad de México, a 25 de marzo de 2011
Fuentes:
Laclau, Ernesto (1996), Emancipation(s), London: Verso.
Paz, Octavio (1993), La llama doble. Amor y erotismo, México: Seix Barral.
Lacan, Jacques (1998), The Seminar. Book xx. Encore, On Feminine Sexuality, The Limits of Love and Knowledge, 1972-1973, Nueva York: Norton.
Glynos, Jason y Yannis Stavrakakis (2008), “Encuentros del tipo real. Indagando los límites de la adopción de Lacan por parte de Laclau”, en Laclau. Aproximaciones críticas a su obra, Simon Critchley y Oliver Marchant (compiladores), Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, pp. 249-267
Imagen: Amantes agotados, Katsushika Hokusai, 1810
viernes, 25 de marzo de 2011
me llaman Rodolfo Walsh, Rodolfo Walsh
Me llaman Rodolfo Walsh. Cuando chico, ese nombre no terminaba de convencerme: pensaba que no me serviría, por ejemplo, para ser presidente de la República. Mucho después descubrí que podía pronunciarse como dos yambos aliterados, y eso me gustó.
Nací en Choele-Choel, que quiere decir "corazón de palo". Me ha sido reprochado por varias mujeres.
Mi vocación se despertó tempranamente: a los ocho años decidí ser aviador. Por una de esas confusiones, el que la cumplió fue mi hermano. Supongo que a partir de ahí me quedé sin vocación y tuve muchos oficios. El más espectacular: limpiador de ventanas; el más humillante: lavacopas; el más burgués: comerciante de antigüedades; el más secreto: criptógrafo en Cuba.
Mi padre era mayordomo de estancia, un transculturado al que los peones mestizos de Río Negro llamaban Huelche. Tuvo tercer grado, pero sabía bolear avestruces y dejar el molde en la cancha de bochas. Su coraje físico sigue pareciéndome casi mitológico. Hablaba con los caballos. Uno lo mató, en 1947, y otro nos dejó como única herencia. Este se llamaba "Mar Negro", y marcaba dieciséis segundos en los trescientos: mucho caballo para ese campo. Pero esta ya era zona de la desgracia, provincia de Buenos Aires.
Tengo una hermana monja y dos hijas laicas.
Mi madre vivió en medio de cosas que no amaba: el campo, la pobreza. En su implacable resistencia resultó más valerosa, y durable, que mi padre. El mayor disgusto que le causo es no haber terminado mi profesorado en letras.
Mis primeros esfuerzos literarios fueron satíricos, cuartetas alusivas a maestros y celadores de sexto grado. Cuando a los diecisiete años dejé el Nacional y entré en una oficina, la inspiración seguía viva, pero había perfeccionado el método: ahora armaba sigilosos acrósticos.
La idea más perturbadora de mi adolescencia fue ese chiste idiota de Rilke: Si usted piensa que puede vivir sin escribir, no debe escribir. Mi noviazgo con una muchacha que escribía incomparablemente mejor que yo me redujo a silencio durante cinco años. Mi primer libro fueron tres novelas cortas en el género policial, del que hoy abomino. Lo hice en un mes, sin pensar en la literatura, aunque sí en la diversión y el dinero.
Me callé durante cuatro años más, porque no me consideraba a la altura de nadie. Operación masacre cambió mi vida. Haciéndola, comprendí que, además de mis perplejidades íntimas, existía un amenazante mundo exterior. Me fui a Cuba, asistí al nacimiento de un orden nuevo, contradictorio, a veces épico, a veces fastidioso. Volví, completé un nuevo silencio de seis años. En 1964 decidí que de todos mis oficios terrestres, el violento oficio de escritor era el que más me convenía. Pero no veo en eso una determinación mística. En realidad, he sido traído y llevado por los tiempos; podría haber sido cualquier cosa, aun ahora hay momentos en que me siento disponible para cualquier aventura, para empezar de nuevo, como tantas veces.
En la hipótesis de seguir escribiendo, lo que más necesito es una cuota generosa de tiempo. Soy lento, he tardado quince años en pasar del mero nacionalismo a la izquierda; lustros en aprender a armar un cuento, a sentir la respiración de un texto; sé que me falta mucho para poder decir instantáneamente lo que quiero, en su forma óptima; pienso que la literatura es, entre otras cosas, un avance laborioso a través de la propia estupidez.
Rodolfo Walsh
http://www.escribirte.com.ar/textos/618/rodolfo-walsh.htm
Nací en Choele-Choel, que quiere decir "corazón de palo". Me ha sido reprochado por varias mujeres.
Mi vocación se despertó tempranamente: a los ocho años decidí ser aviador. Por una de esas confusiones, el que la cumplió fue mi hermano. Supongo que a partir de ahí me quedé sin vocación y tuve muchos oficios. El más espectacular: limpiador de ventanas; el más humillante: lavacopas; el más burgués: comerciante de antigüedades; el más secreto: criptógrafo en Cuba.
Mi padre era mayordomo de estancia, un transculturado al que los peones mestizos de Río Negro llamaban Huelche. Tuvo tercer grado, pero sabía bolear avestruces y dejar el molde en la cancha de bochas. Su coraje físico sigue pareciéndome casi mitológico. Hablaba con los caballos. Uno lo mató, en 1947, y otro nos dejó como única herencia. Este se llamaba "Mar Negro", y marcaba dieciséis segundos en los trescientos: mucho caballo para ese campo. Pero esta ya era zona de la desgracia, provincia de Buenos Aires.
Tengo una hermana monja y dos hijas laicas.
Mi madre vivió en medio de cosas que no amaba: el campo, la pobreza. En su implacable resistencia resultó más valerosa, y durable, que mi padre. El mayor disgusto que le causo es no haber terminado mi profesorado en letras.
Mis primeros esfuerzos literarios fueron satíricos, cuartetas alusivas a maestros y celadores de sexto grado. Cuando a los diecisiete años dejé el Nacional y entré en una oficina, la inspiración seguía viva, pero había perfeccionado el método: ahora armaba sigilosos acrósticos.
La idea más perturbadora de mi adolescencia fue ese chiste idiota de Rilke: Si usted piensa que puede vivir sin escribir, no debe escribir. Mi noviazgo con una muchacha que escribía incomparablemente mejor que yo me redujo a silencio durante cinco años. Mi primer libro fueron tres novelas cortas en el género policial, del que hoy abomino. Lo hice en un mes, sin pensar en la literatura, aunque sí en la diversión y el dinero.
Me callé durante cuatro años más, porque no me consideraba a la altura de nadie. Operación masacre cambió mi vida. Haciéndola, comprendí que, además de mis perplejidades íntimas, existía un amenazante mundo exterior. Me fui a Cuba, asistí al nacimiento de un orden nuevo, contradictorio, a veces épico, a veces fastidioso. Volví, completé un nuevo silencio de seis años. En 1964 decidí que de todos mis oficios terrestres, el violento oficio de escritor era el que más me convenía. Pero no veo en eso una determinación mística. En realidad, he sido traído y llevado por los tiempos; podría haber sido cualquier cosa, aun ahora hay momentos en que me siento disponible para cualquier aventura, para empezar de nuevo, como tantas veces.
En la hipótesis de seguir escribiendo, lo que más necesito es una cuota generosa de tiempo. Soy lento, he tardado quince años en pasar del mero nacionalismo a la izquierda; lustros en aprender a armar un cuento, a sentir la respiración de un texto; sé que me falta mucho para poder decir instantáneamente lo que quiero, en su forma óptima; pienso que la literatura es, entre otras cosas, un avance laborioso a través de la propia estupidez.
Rodolfo Walsh
http://www.escribirte.com.ar/textos/618/rodolfo-walsh.htm
jueves, 24 de marzo de 2011
que el rencor no intercepte el perdón, Francisco Urondo
Estoy con pocos amigos y los que hay
suelen estar lejos y me ha quedado
un regusto que tengo al alcance de la mano
como un arma de fuego. La usaré para nobles
empresas: derrotar al enemigo– salud
y suerte–, hablar humildemente
de estas posibilidades amenazantes.
Espero que el rencor no intercepte
el perdón, el aire
lejano de los afectos que preciso: que el rigor
no se convierta en el vidrio de los muertos; tengo
curiosidad por saber qué cosas dirán de mí; después
de mi muerte; cuáles serán tus versiones del amor, de estas
afinidades tan desencontradas,
porque mis amigos suelen ser como las señales
de mi vida, una suerte trágica, dándome
todo lo que no está. Prematuramente, con un pie
en cada labio de esta grieta que se abre
a los pies de mi gloria: saludo a todos, me tapo
la nariz y me dejo tragar por el abismo.
"No me puedo quejar", en Poemas Póstumos (1970-1972)
suelen estar lejos y me ha quedado
un regusto que tengo al alcance de la mano
como un arma de fuego. La usaré para nobles
empresas: derrotar al enemigo– salud
y suerte–, hablar humildemente
de estas posibilidades amenazantes.
Espero que el rencor no intercepte
el perdón, el aire
lejano de los afectos que preciso: que el rigor
no se convierta en el vidrio de los muertos; tengo
curiosidad por saber qué cosas dirán de mí; después
de mi muerte; cuáles serán tus versiones del amor, de estas
afinidades tan desencontradas,
porque mis amigos suelen ser como las señales
de mi vida, una suerte trágica, dándome
todo lo que no está. Prematuramente, con un pie
en cada labio de esta grieta que se abre
a los pies de mi gloria: saludo a todos, me tapo
la nariz y me dejo tragar por el abismo.
"No me puedo quejar", en Poemas Póstumos (1970-1972)
jueves, 17 de marzo de 2011
cuando la enfermedad era bella, Héctor Libertella
Para relacionar malestar con fulgor voy a una vieja anécdota: cuando era chico y vivía en Bahía Blanca, me impresionaba el mendigo de la plaza. Era un personaje muy flaco y sucio. Yo me compadecí de él durante ocho años, hasta que un día mi padre me dijo: “Es Fulano de Tal, el hombre más rico de la ciudad. Y el avaro más grande. Acercate un poco y vas a ver cómo le brillan los ojos de codicia”. Después agregó: “No te engañe su apariencia. No es oro todo lo que reluce”.
Yo era entonces muy chico para enfrentar tantas paradojas, pero ese pobre hombre rico no sé por qué me fascinó y me iluminó como un modelo alquímico. Como si las penurias de su cuerpo se transmutaran todas en el brillo de oro de sus ojos. Es la primera forma que me permite relacionar malestar con fulgor.
Edgar Poe murió hecho un desastre, dicen de alcoholismo y demencia senil precoz a los 41 años. “¡Ah, pero dejó la luz de ‘El cuervo’, Las aventuras de Arturo Gordon Pym y todos sus relatos!”, agregará la crítica. Paradigmático o como sea, me parece que este caso no nos sirve para la reunión de hoy, porque estar mal como Poe es estar enfermo y tener malestar es, en cambio, sentir simplemente angustia, ansiedad, congoja, desasosiego, desazón, inquietud, intranquilidad, nerviosidad. Es decir, las cosas vulgares (no sé si llamarlas neuróticas) que de a ratos puede tener cualquiera todos los días o incluso todo el día durante un tiempo prudente.
Si pensamos las relaciones entre arte y enfermedad la historia es larga y depende de los dictados de la moda. Y tiene que ver con qué se considera salud y qué enfermedad en distintas épocas. Ustedes saben que contra los clásicos sanos, influyentes y canónicos del siglo XIX, el romanticismo tomó una diagonal: “La enfermedad es bella”. La tuberculosis, la anemia, la discreta tos y el suicidio se hicieron símbolos de prestigio. La proximidad de la muerte, un pasaporte a la gloria.
En 1828, Lord Byron se miraba al espejo y decía esto (créase o no): “Estoy pálido. Me gustaría morir consumido, porque entonces las damas dirían ¡pobre Byron, qué interesante parece al morir!”
En el siglo XX la moda cambió, pasó de la tuberculosis a la locura. Basta con citar a Breton, el surrealismo, las reuniones con Lacan en el Santa Ana de París, las primeras exposiciones y publicaciones de los internos del hospital. Y el nuevo tablero de los ilustres, el Hall of the Fame de quienes murieron en el extravío o la niebla mental, desde Van Gogh, Nietzsche y Artaud a Hölderlin, Gérard de Nerval y Raymond Roussel. Y después acá, en Argentina, a Jacobo Fijman, que deambuló durante años por los pabellones del Borda.
No era malestar sino estar mal lo que Virginia Woolf le escribía en 1941 a su marido, como testamento, porque según ella no soportaba esa alternancia de euforia creativa y depresión cotidiana: “No quiero enloquecer otra vez”, y se tiraba al río con una enorme piedra en el bolsillo. Pero en el siglo XX el suicidio ya no era bello. Byron creía que había un extraño fulgor en su cara pálida que encantaba a las damas. En cambio, el miedo a la locura en Virginia Woolf se encontró no con el resplandor o el brillo intenso, sino con esa variante etimológica de la palabra fulgor que es fulminar, como cuando un rayo aniquila a alguien, lo mata. Es la diferencia entre dos siglos.
Hace poco le pregunté a un pintor cuáles podrían ser los artistas de mucho destello pero de mucho malestar. El me dijo: Bonnard y Soutine, obras de padecer una interminable ejecución, muy reescritas. Y me agregó esta anécdota: uno de ellos –no sé si Bonnard o Soutine– en algún museo de París –no sé si el Louvre u otro– entró un día con pinceles y témperas y empezó a corregir, a retocar uno de sus cuadros que ya estaba colgado en plena exposición. (No hablemos del revuelo que ese hecho produjo.) La excesiva reescritura en busca de un nuevo y nuevo destello, ese excesivo malestar en busca del fulgor podría evocar también el malestar de nuestra cultura, que no puede asumir la vieja receta de la paciencia cuando se trata de producir fuego. Esa receta dice más o menos esto: introducir un palo deslizándolo por una ranura en la madera seca, todo el tiempo que sea necesario hasta que aparezca la chispa. Y si no se logra la chispa, habrá que hablar entonces del malestar sexual en nuestra cultura.
Días atrás, un crítico me decía: “Leer literatura ya me duele un poco”. ¿Será acaso que leer literatura ya duele un poco porque se cumple como un castigo o una dura disciplina física en los patios cerrados de la Academia o de algún Salón, como decir, si no, en los verdes campos de Treblinka? Allí el resplandor de la lectura literaria parece más intenso porque queda recortado como un ghetto en medio de la Aldea Global, la comunicativa. No sé si ese resplandor ocurre porque tiene como aval el padecer típico del ghetto, el incipiente dolor de aquel amigo mío.
Una breve leyenda, no recuerdo de quién, podría haber sido el epígrafe pero termina siendo el colofón de todo esto: “No hay fuego arriba de uno, en el ethos que dice ética, sino abajo, en el pathos que dice patología”.
* Texto publicado en la revista-libro Mal Estar: psicoanálisis/cultura, publicación de la Fundación Proyecto al Sur.
Yo era entonces muy chico para enfrentar tantas paradojas, pero ese pobre hombre rico no sé por qué me fascinó y me iluminó como un modelo alquímico. Como si las penurias de su cuerpo se transmutaran todas en el brillo de oro de sus ojos. Es la primera forma que me permite relacionar malestar con fulgor.
Edgar Poe murió hecho un desastre, dicen de alcoholismo y demencia senil precoz a los 41 años. “¡Ah, pero dejó la luz de ‘El cuervo’, Las aventuras de Arturo Gordon Pym y todos sus relatos!”, agregará la crítica. Paradigmático o como sea, me parece que este caso no nos sirve para la reunión de hoy, porque estar mal como Poe es estar enfermo y tener malestar es, en cambio, sentir simplemente angustia, ansiedad, congoja, desasosiego, desazón, inquietud, intranquilidad, nerviosidad. Es decir, las cosas vulgares (no sé si llamarlas neuróticas) que de a ratos puede tener cualquiera todos los días o incluso todo el día durante un tiempo prudente.
Si pensamos las relaciones entre arte y enfermedad la historia es larga y depende de los dictados de la moda. Y tiene que ver con qué se considera salud y qué enfermedad en distintas épocas. Ustedes saben que contra los clásicos sanos, influyentes y canónicos del siglo XIX, el romanticismo tomó una diagonal: “La enfermedad es bella”. La tuberculosis, la anemia, la discreta tos y el suicidio se hicieron símbolos de prestigio. La proximidad de la muerte, un pasaporte a la gloria.
En 1828, Lord Byron se miraba al espejo y decía esto (créase o no): “Estoy pálido. Me gustaría morir consumido, porque entonces las damas dirían ¡pobre Byron, qué interesante parece al morir!”
En el siglo XX la moda cambió, pasó de la tuberculosis a la locura. Basta con citar a Breton, el surrealismo, las reuniones con Lacan en el Santa Ana de París, las primeras exposiciones y publicaciones de los internos del hospital. Y el nuevo tablero de los ilustres, el Hall of the Fame de quienes murieron en el extravío o la niebla mental, desde Van Gogh, Nietzsche y Artaud a Hölderlin, Gérard de Nerval y Raymond Roussel. Y después acá, en Argentina, a Jacobo Fijman, que deambuló durante años por los pabellones del Borda.
No era malestar sino estar mal lo que Virginia Woolf le escribía en 1941 a su marido, como testamento, porque según ella no soportaba esa alternancia de euforia creativa y depresión cotidiana: “No quiero enloquecer otra vez”, y se tiraba al río con una enorme piedra en el bolsillo. Pero en el siglo XX el suicidio ya no era bello. Byron creía que había un extraño fulgor en su cara pálida que encantaba a las damas. En cambio, el miedo a la locura en Virginia Woolf se encontró no con el resplandor o el brillo intenso, sino con esa variante etimológica de la palabra fulgor que es fulminar, como cuando un rayo aniquila a alguien, lo mata. Es la diferencia entre dos siglos.
Hace poco le pregunté a un pintor cuáles podrían ser los artistas de mucho destello pero de mucho malestar. El me dijo: Bonnard y Soutine, obras de padecer una interminable ejecución, muy reescritas. Y me agregó esta anécdota: uno de ellos –no sé si Bonnard o Soutine– en algún museo de París –no sé si el Louvre u otro– entró un día con pinceles y témperas y empezó a corregir, a retocar uno de sus cuadros que ya estaba colgado en plena exposición. (No hablemos del revuelo que ese hecho produjo.) La excesiva reescritura en busca de un nuevo y nuevo destello, ese excesivo malestar en busca del fulgor podría evocar también el malestar de nuestra cultura, que no puede asumir la vieja receta de la paciencia cuando se trata de producir fuego. Esa receta dice más o menos esto: introducir un palo deslizándolo por una ranura en la madera seca, todo el tiempo que sea necesario hasta que aparezca la chispa. Y si no se logra la chispa, habrá que hablar entonces del malestar sexual en nuestra cultura.
Días atrás, un crítico me decía: “Leer literatura ya me duele un poco”. ¿Será acaso que leer literatura ya duele un poco porque se cumple como un castigo o una dura disciplina física en los patios cerrados de la Academia o de algún Salón, como decir, si no, en los verdes campos de Treblinka? Allí el resplandor de la lectura literaria parece más intenso porque queda recortado como un ghetto en medio de la Aldea Global, la comunicativa. No sé si ese resplandor ocurre porque tiene como aval el padecer típico del ghetto, el incipiente dolor de aquel amigo mío.
Una breve leyenda, no recuerdo de quién, podría haber sido el epígrafe pero termina siendo el colofón de todo esto: “No hay fuego arriba de uno, en el ethos que dice ética, sino abajo, en el pathos que dice patología”.
* Texto publicado en la revista-libro Mal Estar: psicoanálisis/cultura, publicación de la Fundación Proyecto al Sur.
domingo, 13 de marzo de 2011
olas gigantes y azules, Alberto Girri
Como que todo
lo de la tierra
es imitable,
su trazo personal e impersonal,
parte de que todo
es uno,
y se complace con olas
gigantes y azules, faisanes,
un pescador
debajo de la luna, autorretrato,
y mueve a que doradas
carpas, variedad comestible,
fijen su hosquedad maligna
en los visajes de cortesanas
que prueben afeites,
están atentas a plácidos
dioses de la felicidad
auspiciando que feroces parejas
después de unirse se dulcifiquen,
extasiadas
ante sus pubis, nucas,
el caprichoso contorno
de vellos como helechos, palmeras.
as{i que nuestro
acompañar tanto despliegue
participe de lo múltiple,
compromiso en la mirada
que es compromiso con el tacto, vibración
desde cuerpos, masas;
y así que las efigies
quedamente musiten como
a la larga habrá sido estéril,
e insinuándonos que él
desdeñaría nuestra devoción,
escepticismo de hacedor
cuando después de realizar considera
que ninguna forma es segura
infiere que de lo esencial
ni siquiera consiguió leer
la primera página,
restricción de que todo
se deja imitar, salvo la verdad,
desde que la copia de algo
verdadero ya no es más la verdad.
"Hokusai", Alberto Girri, en 200 años de Poesía Argentina
Imagen: La gran ola de Kanagawa (1830 - 1833) Treinta y seis vistas del monte Fuji (富嶽三十六景 Fugaku Sanjūrokkei)
Katsushika Hokusai (1760–1849)
lo de la tierra
es imitable,
su trazo personal e impersonal,
parte de que todo
es uno,
y se complace con olas
gigantes y azules, faisanes,
un pescador
debajo de la luna, autorretrato,
y mueve a que doradas
carpas, variedad comestible,
fijen su hosquedad maligna
en los visajes de cortesanas
que prueben afeites,
están atentas a plácidos
dioses de la felicidad
auspiciando que feroces parejas
después de unirse se dulcifiquen,
extasiadas
ante sus pubis, nucas,
el caprichoso contorno
de vellos como helechos, palmeras.
as{i que nuestro
acompañar tanto despliegue
participe de lo múltiple,
compromiso en la mirada
que es compromiso con el tacto, vibración
desde cuerpos, masas;
y así que las efigies
quedamente musiten como
a la larga habrá sido estéril,
e insinuándonos que él
desdeñaría nuestra devoción,
escepticismo de hacedor
cuando después de realizar considera
que ninguna forma es segura
infiere que de lo esencial
ni siquiera consiguió leer
la primera página,
restricción de que todo
se deja imitar, salvo la verdad,
desde que la copia de algo
verdadero ya no es más la verdad.
"Hokusai", Alberto Girri, en 200 años de Poesía Argentina
Imagen: La gran ola de Kanagawa (1830 - 1833) Treinta y seis vistas del monte Fuji (富嶽三十六景 Fugaku Sanjūrokkei)
Katsushika Hokusai (1760–1849)
viernes, 11 de marzo de 2011
matar era fácil, "pero no así, no" David Viñas
"(...) Hubo un largo silencio y después no se oyeron más disparos. Entonces guardó silenciosamente su Malinchester toqueteándola varias veces para comprobar si estaba bien, Si colgaba bien. Buen cinto, buena cartuchera.
Por fin, sobre la loma de los nidos apareció Gorbea con su gente, pero al llegar al filo del cañadón, el grupo de hombres se paró. El único que siguió avanzando fue Gorbea. "Demasisdo rápido", pensó Brun. Estaba harto de esperar, pero una mayor espera lo hubiera ratificado y Gorbea traía una bolsa que se sacudía contra el flanco de su yegua. Entonces Brun se fue desatando del pie el cabestro de su caballo.
-¡Ya está! anunció Gorbea desde lejos iniciando un trote cachaciento que concluyó en seguida. ¡Ya está! repitió más fuerte y dio unas palmadas sobre su cabalgadura. Por un mornento, Brun creyó que era para apurar su marcha, pero no. ¡Ya está! Gorbea señalaba la bolsa que se bamboleaba pesadamente contra su estribo.
¡Sí!
¿Mucho trabajo? Brun hablaba desde el suelo, con un aire de incredulidad, haciendo y deshaciendo Un nudo con la punta del cabestro.
No jadeó Gorbea. Fue fácil. Muy fácil..."
Los dueños de la tierra, 1958
David Viñas (1927-2011)
despedida: David Viñas, por Jorge Boccanera
Augusto Roa Bastos me dijo una vez en Asunción que él se había exiliado joven y que de alguna manera había convertido la nostalgia en algo positivo, es ahí donde se asomó el nombre de David Viñas entre los narradores argentinos más interesantes.
Yo tuve que salir de Argentina a los 23 años y también traté de darle tangibilidad a una situación de duelos múltiples. Y una de las cosas que computan para el haber, está la amistad con David en México, haber armado un diálogo.
David llegó a México en 1981; explicaba que la palabra "exilio" no lo convencía porque le sonaba melodramática; prefería decir "quienes estuvimos afuera". Era pudoroso. No hablo de humildad -era consciente de su fuerza intelectual y el lugar que ocupaba en la literatura- pero le escapaba a los escenarios de la figuración.
El golpe del 76 lo había agarrado en México de donde regresó en julio pese a voces que le aconsejaban no volver.
En una semana tuvo que hacer las valijas de nuevo. Me contó que se cruzó por la calle con el actor Pepe Soriano, quien, sorprendido como si viera un fantasma, le dijo: "tomátela viejo, que vos sos boleta".
Se fue a España y se instaló en un barrio madrileño, Salamanca. Cuando abrió las ventanas y vio pintadas que vivaban a Franco se mudó al Escorial. Allí se enteró de la desaparición de sus hijos María Adelaida en 1976 y de Lorenzo Ismael tres años después; primero por una carta y luego una llamada telefónica en una madrugada.
Con ese dolor deambuló por Estados Unidos y Europa -España, Italia, Francia, Dinamarca, Alemania- colaborando en algunos medios de prensa y dando clases, hasta recalar en México.
Solíamos juntarnos en la casa de Pedro Orgambide; donde terminamos armando junto a Humberto Costantini, Alberto Adellach y José M. Iglesias, la editorial "Tierra del Fuego".
Por esos días estaba irreconocible; se había afeitado su característico mostacho argumentando: "no trabajo más de viejito".
De los libros que no llegaron a salir y que quedaron en proyecto -varios regresamos al país tras el triunfo de Alfonsín- estaba un ensayo de David sobre Mariátegui y uno mío sobre la obra de Gelman que se publicó diez años más tarde en Buenos Aires.
En México, nos encontrábamos en la redacción de la revista Plural cuando me alcanzaba sus colaboraciones. Y confieso que al principio me sentí extraño frente a aquel escritor para mí enorme, que me ponía del lado del interlocutor de una de sus charlas ilustradas, esas que obligaban a circular a la carrera por laberintos en los que me costaba seguirle el paso.
¿Escribía como hablaba? Porque si en su oralidad ondulaban franjas literarias, sus textos estaban articulados por modulaciones (él diría "inflexiones") del habla coloquial. Todo aderezado con una ironía devastadora.
Recuerdo una cena en mi casa con el cineasta Renato Leduc, director de "Red, México insurgente". Eran viejos conocidos de épocas en que el mexicano estaba interesado en filmar su novela "Hombres de a caballo". Un lustro después el tema rondaba sobre la posibilidad de llevar al cine, con guión de David, la vida de la fotógrafa italiana Tina Modotti.
Cuando le decía que la película "El Jefe", basada en un texto suyo, era uno de sus picos altos, me observaba descreído.
Pero cuando insistía en que "El Jefe" era un parteaguas del cine nacional, que prefiguraba un cóctel entre prepotencia y frivolidad, que iba a caracterizar a parte de nuestra sociedad.
Las charlas continuaron a mitad de los 80 en Buenos Aires; en su departamento y en la librería Clásica y Moderna, donde solía caer Orgambide con quien David compartía entre otros temas, las figuras de Ezequiel Martínez Estrada y Alberto Ghiraldo, Boedo, Roberto Arlt y González Tuñón.
Por mi lado, recuerdo que lo literario iba más por el lado del grotesco y de las voces de ruptura de los años 20, sobre el que yo empezaba a trabajar.
David ya tenía el título de su ensayo: "Vanguardismos y Revolución en América Latina".
"Son cosas que uno tiene en carpeta", deslizaba, y hablaba de otro de sus proyectos: "Heterodoxos en América latina", una perspectiva de los intelectuales críticos de Matiátegui a Cooke.
Heterodoxos, disidentes, iconoclastas. Expulsados y reprimidos. Indios, anarquistas, socialistas, inmigrantes, más "todos los tipos que van a aparecer el 17 de octubre" y la militancia de los 70.
De eso escribía David, las zonas omitidas por la crítica oficial y el canon, "lo santificado", decía, "todo ese mundo de exclusión". Y, por añadidura, del "drama del poder y la crítica del autoritarismo" como señalaría el crítico Noël Salomón a propósito de la novelística de Viñas.
Era común encontrarnos en bares o, en los años últimos, en la casa de un amigo común, el músico Ricardo Capellano. Sus historias se filtraban entre cafés o tablitas con asado como cuando en los años 60 cayó en prisión en Venezuela por haber participado en un acto por Cuba y casi lo deportan a la isla Trinidad.
Vuelvo al exilio mexicano, y me veo tratando de barajar algo de esos sistemas paradojales que David iba armando cuando desmenuzaba un tema. Y siempre iba a fondo. Enseñaba a pensar con posiciones que no pocas veces eran un convite a debatir.
Junto a su consolidada narrativa de ficción, hay que hablar del rigor del análisis y de un modo singular de vincular sus distintos saberes.
Nos deja el espectáculo de una conciencia crítica interpelando al sentido común, y una densidad conceptual que de la mano de un lenguaje siempre en movimiento, hicieron de su estilo un modelo.
Si el sentido de una vida cabe en una palabra -por ejemplo el "hermanaje" que utilizaba Rodolfo Walsh, ese otro intelectual heterodoxo con el que Viñas solía juntarse en el Tigre- rescato para David el de "fraternal", de uso frecuente en su trato y que desplegaba en una gama que llegaba hasta la "fraternalia".
Buenos Aires, 11 de marzo. Télam, por Jorge Boccanera
Télam- jb-mc-gel 11/03/2011 14:08
Yo tuve que salir de Argentina a los 23 años y también traté de darle tangibilidad a una situación de duelos múltiples. Y una de las cosas que computan para el haber, está la amistad con David en México, haber armado un diálogo.
David llegó a México en 1981; explicaba que la palabra "exilio" no lo convencía porque le sonaba melodramática; prefería decir "quienes estuvimos afuera". Era pudoroso. No hablo de humildad -era consciente de su fuerza intelectual y el lugar que ocupaba en la literatura- pero le escapaba a los escenarios de la figuración.
El golpe del 76 lo había agarrado en México de donde regresó en julio pese a voces que le aconsejaban no volver.
En una semana tuvo que hacer las valijas de nuevo. Me contó que se cruzó por la calle con el actor Pepe Soriano, quien, sorprendido como si viera un fantasma, le dijo: "tomátela viejo, que vos sos boleta".
Se fue a España y se instaló en un barrio madrileño, Salamanca. Cuando abrió las ventanas y vio pintadas que vivaban a Franco se mudó al Escorial. Allí se enteró de la desaparición de sus hijos María Adelaida en 1976 y de Lorenzo Ismael tres años después; primero por una carta y luego una llamada telefónica en una madrugada.
Con ese dolor deambuló por Estados Unidos y Europa -España, Italia, Francia, Dinamarca, Alemania- colaborando en algunos medios de prensa y dando clases, hasta recalar en México.
Solíamos juntarnos en la casa de Pedro Orgambide; donde terminamos armando junto a Humberto Costantini, Alberto Adellach y José M. Iglesias, la editorial "Tierra del Fuego".
Por esos días estaba irreconocible; se había afeitado su característico mostacho argumentando: "no trabajo más de viejito".
De los libros que no llegaron a salir y que quedaron en proyecto -varios regresamos al país tras el triunfo de Alfonsín- estaba un ensayo de David sobre Mariátegui y uno mío sobre la obra de Gelman que se publicó diez años más tarde en Buenos Aires.
En México, nos encontrábamos en la redacción de la revista Plural cuando me alcanzaba sus colaboraciones. Y confieso que al principio me sentí extraño frente a aquel escritor para mí enorme, que me ponía del lado del interlocutor de una de sus charlas ilustradas, esas que obligaban a circular a la carrera por laberintos en los que me costaba seguirle el paso.
¿Escribía como hablaba? Porque si en su oralidad ondulaban franjas literarias, sus textos estaban articulados por modulaciones (él diría "inflexiones") del habla coloquial. Todo aderezado con una ironía devastadora.
Recuerdo una cena en mi casa con el cineasta Renato Leduc, director de "Red, México insurgente". Eran viejos conocidos de épocas en que el mexicano estaba interesado en filmar su novela "Hombres de a caballo". Un lustro después el tema rondaba sobre la posibilidad de llevar al cine, con guión de David, la vida de la fotógrafa italiana Tina Modotti.
Cuando le decía que la película "El Jefe", basada en un texto suyo, era uno de sus picos altos, me observaba descreído.
Pero cuando insistía en que "El Jefe" era un parteaguas del cine nacional, que prefiguraba un cóctel entre prepotencia y frivolidad, que iba a caracterizar a parte de nuestra sociedad.
Las charlas continuaron a mitad de los 80 en Buenos Aires; en su departamento y en la librería Clásica y Moderna, donde solía caer Orgambide con quien David compartía entre otros temas, las figuras de Ezequiel Martínez Estrada y Alberto Ghiraldo, Boedo, Roberto Arlt y González Tuñón.
Por mi lado, recuerdo que lo literario iba más por el lado del grotesco y de las voces de ruptura de los años 20, sobre el que yo empezaba a trabajar.
David ya tenía el título de su ensayo: "Vanguardismos y Revolución en América Latina".
"Son cosas que uno tiene en carpeta", deslizaba, y hablaba de otro de sus proyectos: "Heterodoxos en América latina", una perspectiva de los intelectuales críticos de Matiátegui a Cooke.
Heterodoxos, disidentes, iconoclastas. Expulsados y reprimidos. Indios, anarquistas, socialistas, inmigrantes, más "todos los tipos que van a aparecer el 17 de octubre" y la militancia de los 70.
De eso escribía David, las zonas omitidas por la crítica oficial y el canon, "lo santificado", decía, "todo ese mundo de exclusión". Y, por añadidura, del "drama del poder y la crítica del autoritarismo" como señalaría el crítico Noël Salomón a propósito de la novelística de Viñas.
Era común encontrarnos en bares o, en los años últimos, en la casa de un amigo común, el músico Ricardo Capellano. Sus historias se filtraban entre cafés o tablitas con asado como cuando en los años 60 cayó en prisión en Venezuela por haber participado en un acto por Cuba y casi lo deportan a la isla Trinidad.
Vuelvo al exilio mexicano, y me veo tratando de barajar algo de esos sistemas paradojales que David iba armando cuando desmenuzaba un tema. Y siempre iba a fondo. Enseñaba a pensar con posiciones que no pocas veces eran un convite a debatir.
Junto a su consolidada narrativa de ficción, hay que hablar del rigor del análisis y de un modo singular de vincular sus distintos saberes.
Nos deja el espectáculo de una conciencia crítica interpelando al sentido común, y una densidad conceptual que de la mano de un lenguaje siempre en movimiento, hicieron de su estilo un modelo.
Si el sentido de una vida cabe en una palabra -por ejemplo el "hermanaje" que utilizaba Rodolfo Walsh, ese otro intelectual heterodoxo con el que Viñas solía juntarse en el Tigre- rescato para David el de "fraternal", de uso frecuente en su trato y que desplegaba en una gama que llegaba hasta la "fraternalia".
Buenos Aires, 11 de marzo. Télam, por Jorge Boccanera
Télam- jb-mc-gel 11/03/2011 14:08
martes, 8 de marzo de 2011
macedonianos escribe, inicio de clases
* Todos los miércoles, de marzo a diciembre, en el Círculo Médico de Lomas de Zamora:
* de 18 a 19,30: taller de narrativa. Coordinación: Roxana Palacios
* inicia: miércoles 9 de marzo
* de 16 a 17,30 y de 19 a 20,30: taller de poesía. Coordinación: Analía Mehlberg
* inicia: miércoles 16 de marzo
Solicitá una entrevista personal a macedonianos@gmail.com o a los teléfonos 156-782-4551 (para narrativa), 4-290-3606 y 153-301-2226 (para poesía)
Talleres a distancia: una propuesta de escritura a partir de la lectura vía mail. Narrativa breve y Poesía. Consultas: macedonianos@gmail.com / 156-782-4551
* de 18 a 19,30: taller de narrativa. Coordinación: Roxana Palacios
* inicia: miércoles 9 de marzo
* de 16 a 17,30 y de 19 a 20,30: taller de poesía. Coordinación: Analía Mehlberg
* inicia: miércoles 16 de marzo
Solicitá una entrevista personal a macedonianos@gmail.com o a los teléfonos 156-782-4551 (para narrativa), 4-290-3606 y 153-301-2226 (para poesía)
Talleres a distancia: una propuesta de escritura a partir de la lectura vía mail. Narrativa breve y Poesía. Consultas: macedonianos@gmail.com / 156-782-4551
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