Empujados al desierto
Adhiero a la convocatoria de la megamuestra por el agua. Adhiero a la dedicación, el entusiasmo y, sobre todo, a la alianza de partes que implica lo que a cada uno corresponde: el sitio en una pared o en un micrófono. Para quienes trabajamos con la palabra es bastante difícil precisar lo que se manifiesta tan claramente en una imagen: las imágenes permiten superposiciones, simultaneidad, collage; el lenguaje, en cambio, necesita de la cadena temporal para cobrar sentido. Se trata de qué decir, pero también en qué orden. A diferencia de la imagen, que es pura presencia, la palabra resuena en ausencia del sujeto que se nombra. Digo, por ejemplo, el agua vale, y el agua no está. Incluso cada uno de nosotros podría imaginar diferentes modos para el sujeto agua: alguien podría pensar en un glaciar, otro en un lago, otro en una botella más o menos vacía, más o menos llena de agua.
Puedo enunciar otro predicado: no se vende, y esto va más allá de la ausencia todavía, el sujeto ahora es tácito: el agua está implícita y hablo de ella, sí, pero ni siquiera la he nombrado. Lo curioso es que cada día nos resulta más dificultoso atender a lo que es tácito. De tanto validar el ver para creer, el fundamento de las utilidades dejó nuestras mentes desprovistas de sentido para lo ausente. Cuánto más para lo implícito.
Quizás pueda apoyarme en una imagen: podríamos pensar en un hilo de agua en suspensión. Visualizarlo chorreando hasta desparramarse en el suelo. Suponerlo medible. Podríamos imaginar a un hombre lejos de allí, en el desierto, tan débil como cualquiera de nosotros, necesitando aquel hilo de agua -el hombre es capaz de muchas cosas con tal de satisfacerse, sin embargo, no es capaz de fabricar el agua que necesita para sobrevivir-. Demasiado dependientes a pesar de nuestra apariencia: cualquier deseo de libertad está supeditado a un cuerpo cuyo principal componente, el elemento indispensable, mayor, imprescindible, está fuera y -como todo lo sagrado- es imposible de reproducir.
Imagino ahora una reunión de pocos hombres decidiendo el destino de muchos hombres. Sus personalidades, su identidad. He estudiado esa cuestión desde hace años y tengo algo para decir al respecto: nuestra identidad no es el yo-ego individual y exitoso. Al menos no lo es en la conciencia de parte indispensable para vivir en comunidad. En la alianza colectiva hay un pacto tácito donde cada cual se limita -por el propio valor de su razón- a lo que le toca, sin abusar de la parte de su vecino. Es allí donde la clasificación dice que somos especiales en el reino. Hombres, con uso de razón. Pero se sabe que a los humanos se nos ha hecho dificultoso reconocer las implicancias, y este grupo de pocos hombres que imaginamos no escapa a su género.
Como ellos, no sabemos casi nada –aunque las apariencias prediquen lo contrario- y vivimos en el desperdicio globalizado: de agua, de alimento, de información, de valores. Sin cálculo y sin control. Sin prudencia. Sin medir consecuencias ni peligros. Nos educaron para lo medible y, sin embargo, parece difícil mensurar algo más que lo que conviene al aquí y ahora del propio beneficio. Me pregunto cuánta agua de más gasto respecto de lo pautado. Me pregunto dónde está pautado lo pautado. Busco explicaciones en los libros y en las leyes. Encuentro poca justicia en un modo tan irregular de medir. Parece inútil distinguir lo trascendente de lo efímero: gasto bastante agua al bañarme, pongo unas cuantas maquinadas de ropa al día –mi familia es numerosa- y en el jardín de mi casa hay también riego por aspersión. Pero el ciclo del agua es perfecto: circula constantemente de la evaporación a la precipitación y se desplaza hacia el mar. El problema es el exceso.
Al igual que muchos, no quiero la megaminería a cielo abierto en mi país, ni el cianuro en tu agua, ni el saqueo de los recursos naturales para nuestros nietos. Al igual que muchos, reclamo con fuerza -y con todo derecho- gobernantes que protejan a mi familia y a mis amigos, a los médicos que sanan y a los artistas, que también sanan. A los artesanos, a los comerciantes, a quienes construyen y a quienes transforman; a los que importan y a los que exportan; a los que viven, para vivir en dignidad y a los que mueren, para morir también en dignidad. Como muchos, quiero tomar una dimensión más genuina de la parte que me toca, y sobre todo de la parte que no me toca, porque ésa es de otro y, en este momento, le falta.
Hace algunos años confiaba en la posibilidad de cambiar grandes cosas con buenas ideas y una lucha ferviente para ponerlas en práctica. Hoy sé que el enojo es estéril y el trabajo, fecundo; que tengo algo que ver en aquello que critico y que la conciencia de parte es uno de los caminos más misteriosos y sagrados que un ser humano puede emprender, porque la conciencia de parte no figura en los manuales, ni en los libros de leyes; no está en las constituciones ni en los códigos de guerra. Yo soy cristiana, pero Aristóteles, que no lo era, concebía al Bien Supremo como aquello hacia lo cual debía ir dirigido el accionar del hombre justo y no había, para él, otro modo más eficaz que el discernimiento de la razón humana -la chispa intuitiva de la razón, despojada, como en un desierto, del bombardeo de lo material- para distinguir lo bueno de lo malo y alcanzar la felicidad.
Roxana Palacios
Temperley, 1 de marzo de 2012
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