jueves, 23 de diciembre de 2010

Hybris, Gonzalo Martínez Methol

Va a suceder a las ocho y cuarto de la mañana. Su reloj no lo sabrá. Porque, cuando ellos entren, dando una patada a la puerta, portando armas cortas y armas largas, y los encuentren a ellos dos en la cama, desnudos, abrazados, Edgardo con un cigarrillo que ella habrá acabado de encenderle, cuando eso suceda, a las ocho y cuarto de la mañana, las agujas del reloj de él estarán inmóviles, detenidas, las agujas, en una hora que a nadie, y a ellos dos menos que a nadie, puede importarle.
Pero eso va a ser recién a las ocho y cuarto. Son, ahora, apenas las dos y media de la madrugada. Virginia recuesta la cabeza sobre el pecho de Edgardo y escucha el latido acelerado. No sabía, Virginia, que el corazón de un hombre podía latir así.
–Parece un tambor.
–Escuchá bien –dice él–. ¿Escuchás el tercer latido?
Ella escucha con más atención.
–Fijate –dice él–. Tengo un tercer latido.
Virginia, que, antes de abjurar de un mandato familiar de cuatro generaciones, era una aplicada, casta estudiante de medicina, recuerda que la primera fase de contracción cardiaca se denomina sístole, y la segunda fase, de dilatación, diástole. El corazón de él hace sístole diástole diástole.
–¿Lo sentís? –dice Edgardo.
Ella ríe.
–Sí, es verdad.
A Edgardo le viene a la cabeza, no sabe bien por qué, el mito de Isis. La voz de su padre, herrumbrada pero clara, explicándole cómo las lágrimas de Isis provocan el desborde del Nilo una vez por año. Entonces entiende la asociación: el Juicio de Osiris.
–De un lado de la balanza iba el corazón –le explica a ella–. Del otro lado una pluma. El corazón tenía que pesar menos que la pluma. Si no, el tipo se iba al infierno.
–El tipo o la mina –dice ella.
–Claro. El tipo o la mina. Lo importante era que el corazón pesara menos que la pluma.
–Qué vivos. Así no vale.
–Era así.
–No vale. Así no vale.
–Nunca vale.
Por momentos el silencio se vuelve una especie de gangrena. Hiede. No se puede hacer otra cosa más que fumar y coger y fumar y hablar y fumar y esperar. Pero hiede. Hagan lo que hagan, hiede. Sólo les queda la fuga al cuerpo del otro, esa última trinchera compartida en medio de la intemperie del tiempo y el miedo y la sangre. Nada está perdido del todo si hay un cenicero a mano y una lámpara en el suelo y penumbra y el fulgor rojizo de un fósforo contra la cara y una mano que se abra paso entre las sábanas buscando esa otra tibia, húmeda penumbra. Y sístole diástole diástole.
Virginia se sienta en la cama, prende un cigarrillo, se lo pasa a él, y prende otro. Él le mira los pechos. Le gusta verla fumar desnuda. Le gusta que a ella no le importe que la vean fumar desnuda. Le gusta cómo mantiene el humo en la boca y luego lo exhala despacio, hacia un costado. Le gusta el modo en que ella mira la brasa del cigarrillo, con una especie de primitiva fascinación.
–Mujer de harén –le dice.
–Andá a cagar –dice ella, refregándose los ojos.
El humo del cigarrillo siempre le hace llorar los ojos.

Las tres menos diez. El reloj de Edgardo todavía lo sabe. Las agujas lo saben: se mueven, acatan.
Dentro de cinco horas y veinticinco minutos, cuando ellos entren, operativos, eficaces, Edgardo intentará alcanzar su arma. Dos disparos certeros de una 38, uno en cada rodilla, lo harán desistir. Verá, Edgardo, desde el suelo, cómo uno de los oficiales de civil arrastra a ella de los pelos hacia afuera
–¿Pensás sacarla así, tagarna? –intervendrá el oficial de más rango–. Dejala que se vista.
Virginia reconocerá al criterioso oficial que acaba de hablar. Recordará haberlo visto en una película de Jean Luc Godard.
–Odio a Belmondo –le dice ahora a él–. Esos labios que parecen un churrasco.
–Vos no sabés odiar.
–Sí que sé. Odio a Belmondo. Y odio a la tarada esa con la que anda en la película, que se quedó fascinada con París era una fiesta y le hinchó las pelotas a los padres, buenos burguesitos americanos por supuesto, para que la dejen ir a estudiar a La Sorbona y a tomar café en Montmartre como Hemingway.
Edgardo paladea despacio la palabra odio. Le gusta cómo la pronuncia ella, martillando la de.
–…Y el olor de las bolsas de plástico –sigue Virginia–. Odio el olor de las bolsas de plástico. Ese olor a nada, a bolsa de plástico. Y las sirenas de madrugada. Y los supermercados abandonados. Los odio. Y la palabra contubernio. Suena horrible. Contubernio.
Infame turba de nocturnas aves, cita mentalmente Edgardo. Infame contubernio, piensa. Infame conturba. Conturba noctubernio.
–…Y las escaleras en espiral. Y los muebles viejos. Los odio. Y las corbatas. Odio las corbatas. Odio a los tipos que usan corbatas y viajan en subte y tienen los dedos manchados con tinta de diario.
Edgardo ve a su padre leyendo La Nación en el living de su casa, cejijunto. Ve los dedos manchados con tinta de su padre contra el cristal de un vaso de whisky. Y escucha, Edgardo, la voz de su padre, herrumbrada pero clara, desde un atardecer invernal de sus veinte años, la misma voz que supiera contarle mitos egipcios y griegos y celtas para que se durmiese, que le dice: si te vas no volvés. Y le dice: yo, en esta casa, zurdos no quiero.
–…Y odio que tengas siempre las manos heladas –escucha que dice Virginia.
–Un problemita de circulación, ya te dije.
–Y a vos te odio. Te odio más que a nada.
–Vení.
–Te odio. Te juro que te odio.
–Dale, vení. Hace frío.
–Odio el frío. Odio tener ganas de hacer pis.
Dentro de cinco horas y ocho minutos, cuando la metan encapuchada a un Ford Falcon, y la obliguen a acostarse en el piso del auto, Virginia sentirá la entrepierna mojada, y lamentará, un segundo, antes de advertir su propia imbecilidad, no haber pedido ir al baño antes de salir.
–Hasta los diez años me hacía pis en la cama, te juro –le cuenta a Edgardo ahora–. Mamá me quería llevar con un psiquiatra amigo de la familia, un tipo con cara de pájaro. Le dije que si le contaba a alguien no le hablaba nunca más.
Se escucha, lejano, el sonido de una sirena. Edgardo la siente erizarse contra él. Cuando ya no se oye nada, ella sigue:
–Una noche recé. Le dije a Dios que si impedía que me siguiese haciendo pis encima yo iba a ser la mejor persona del mundo, que iba a ir a misa todos los domingos, que me iba a aprender de memoria La Biblia, que no iba a mirar a un chico en toda mi vida.
–¿Y qué te contestó?
–¿Para qué te andás juntando con terroristas, piba? –escuchará que le dice el oficial junto a ella en el auto–. Ahora te vamos a tener que educar, a vos. Ya vas a ver.
–Nada –dice Virginia­–. No contestó nada.

La mira levantarse para vestirse, el cigarrillo en los labios, los ojos entrecerrados por el humo. En algún lugar estará el corpiño, pero la habitación es un caos y hace mucho frío, así que se pone directamente el pullover enorme, de cuello alto, que ella misma tejió y que no se saca nunca. Le cuesta imaginarla vestida sin ese pullover absurdo.
(Un patio de pedregullo. Lo van a arrastrar por un patio de pedregullo. Oirá, lejanas, voces de niños: una escuela. Y campanas. Sí, campanas. Una Iglesia. La misa de las nueve.)
Escucha desde la cama el ruido que hace ella en la cocina, buscando una taza. Mira la Beretta, sobre la silla cerca de la cama. No parece real. No con ella ahí, en la cocina, desnuda bajo su absurdo pullover gigante, batiendo café mientras tararea –mal– una canción de Bob Dylan.
–Nadie aguanta –le ha dicho Rivas, aviscerados los ojos de Rivas tras sus anteojos de marco grueso-. Que no te agarren, pibe.
Y ha creído necesario aclarar, como quien le explica la regla de tres simple a un nene de seis años:
–Vivo.
Rivas le ha contado a Edgardo lo que le hicieron en el 75. No ha ahorrado detalles, Rivas. Dijo:
–Después de unas cuantas sesiones les hablás hasta en noruego.
Y dijo:
–Nadie aguanta. Vivo, no, pibe.
Edgardo cuenta los pasos hasta la silla. Tres, cuatro pasos largos. Parecen quilómetros.
Ya no la oye tararear. De pronto la cama le parece enorme. Se levanta. La encuentra fumando contra la mesada de la cocina, ausente. El ruidito de la pava calentándose y la respiración asmática de la heladera es lo único que se escucha.
–¿Por qué no prendés la radio? –dice ella.
–Todavía es temprano –dice él, hosco–. Hasta después de las seis no vamos a saber nada.
Ella aprovecha que ya está el agua para darle la espalda y servir el café.
–Vamos a la cama –le dice–. Hace frío.
Toman el café de la misma taza, la única que hay. Antes de dar un sorbo, ella mantiene la taza cerca de la cara, para sentir el calor del vaporcito.

Las agujas obedecen, aún, gregarias, con milimétrica precisión. La aguja corta a medio camino entre el 3 y el 4. La larga sobre el 8. Edgardo piensa, y al pensarlo necesita pitar bien fuerte su Marlboro, que, si todo ha salido bien, la casa del comisario Raimundo Beltrán ya debe haber volado por los aires. Si todo ha salido bien. Recién tendrá esa seguridad cinco horas y cuarenta y tres minutos más tarde. Abrirá los ojos, cinco horas y cuarenta y tres minutos más tarde, y verá sólo el negro de la venda. Advertirá que su cuerpo tiembla de frío, que está desnudo, que está empapado, que sus manos y pies están atados a los travesaños de una cama de hierro y que lo que va a sucederle será la preciosa confirmación de que todo ha salido bien.
–Ahora me vas a contar algunas cosas –decidirá alguien contra su oído.
Y sentirá la primera punción de la picana en la axila derecha.
–Me hacés cosquillas –le dice a ella ahora–. ¿Te sigo contando o no?
–Dale.
–Prestá atención: lo que nadie sabía era que Procusto contaba con un dispositivo especial para adaptar la medida del lecho.
–¡Cantá, zurdo hijo de puta, cantá! Decime un nombre y se termina, dale.
Virginia le arranca un pelo de debajo del ombligo y antes de que se queje lo besa rápido varias veces en ese lugar.
–Así que prisionero nunca tenía la medida exacta –continúa Edgardo luego de un suspiro de mal humor–. Siempre era muy corto o muy largo.
– ¡Cantá cantá cantáaaaaaaaaaa!
–Por lo general el lecho le quedaba largo, y Procusto le descoyuntaba los huesos de brazos y piernas para que calzara justo. Los adaptaba.
–¿Quién estuvo metido? Dame un nombre. Un nombre y te vas a tu casa.
–Procusto significa eso: alargador.
–Alargador –repite ella. Su mano empieza a bajar abriéndose paso entre las sábanas.
Durante esos lapsos entre punción y punción él tratará de que su consciencia gane terreno. Si logra que su consciencia no se desmorone, y que pueda así cosificar el dolor, expulsarlo de sí, fosilizarlo a la intemperie de su cuerpo, al menos ganará tiempo.
–Tenés las manos heladas.
–Perdón.
Por momentos le parecerá que gira hacia el vacío, nauseado, sin poder aferrarse a nada. Un gran cilindro viscoso.
–Vení –le dice ella.
La voz llegará cada vez desde más lejos, como a través de un largo tubo. Cada vez que se desmaye, lo traerán de vuelta echándole encima un balde de agua. Y vuelta a empezar.
–Despacio –le dice ella.
Lo importante será no perder de vista el cilindro viscoso, retenerse el mayor tiempo posible de este lado del dolor, no permitir que todo se disgregue y deje de importarle. De un lado de la balanza su corazón. Del otro una pluma.
–Pasame el cenicero.
–Pará, me da un asco cuando está lleno de colillas.
Ya no habrá tiempo. Ni le importará, a Edgardo, que ya no haya tiempo. Como tampoco le importarán los nombres que gritará, excedido por la tortura, antes de irse por el fondo del cilindro viscoso y perderse en un sueño sin imágenes.

Ella se ha levantado, y ha cubierto su cuerpo desnudo, aterido, con el pullover enorme, de cuello alto, sin el cual un hombre a cuyo corazón no le alcanzan dos latidos no podría imaginarla. El hombre a cuyo corazón no le alcanzan dos latidos la ha visto caminar hacia la ventana de la habitación, los brazos cruzados sobre el vientre, y ha visto su cuerpo de veintitrés años recortarse, nítido, contra la ventana, por la que empieza a entrar una luz acuosa y limpia.
Virginia escribe sobre el vidrio empañado, con el dedo, una palabra. Antes de que él pueda leerla, la borra. Y pregunta, Virginia, como quien espera que algo termine o empiece de una vez, qué hora es.
El hombre a cuyo corazón no le bastan dos latidos mira su reloj. Las agujas no se mueven. Le da unos golpecitos con el índice. No se mueven. Se lo saca. Lo deja sobre la mesa de luz.
–Vení –le dice a ella.
Virginia vuelve a la cama con una especie de trotecito. El lecho tiene la medida justa, ahora.
–Tengo sueño –dice ella.
–Dormí.
–No quiero dormir. Contame algo. No quiero dormir.
Escucha, Edgardo, la voz de su padre, herrumbrada pero clara, desde alguna noche estival de sus ocho o nueve años. Le habla, la voz de su padre, herrumbrada pero clara, del mito de Sísifo, quien, como castigo a su hybris, fue condenado a cargar una roca sobre la ladera de una montaña. La roca caía, al llegar Sísifo a la cima, y debía volver a buscarla, eternamente.
Traduce, Edgardo, la voz de su padre, palabra por palabra. Virginia escucha, atenta, esa traducción. Los ojos le duelen, a Virginia. Del sueño le duelen.
–Hybris –dice Edgardo.
–¿El qué? –dice ella.
–Hybris. La soberbia ante los dioses.
–¿Quién dice que es soberbia?
–Los dioses.
–Qué vivos. No vale.
–Es así.
–No vale. Así no vale.
–Nunca vale.
Ella bosteza. Le pone el cigarrillo a él en los labios y recuesta la cabeza sobre su pecho. Sístole diástole diástole.
–¿Qué hora será?
Sístole diástole diástole.
–Es temprano –dice Edgardo- las ocho y diez.

"Hybris", en La intemperie (el frío de la especie)
Primer Premio Narrativa del VII Concurso Nacional Macedonio Fernandez
Foto: macedonianos

2 comentarios:

  1. excelente! se podrá replicar este texto en otros blogs?

    saludos macedonianos/as
    dahiana

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  2. Magnífica narración. Asombra la intensidad del argumento y el estilo para mantener atento el interés del lector. Felicitaciones Gonzalo!.

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