lunes, 9 de agosto de 2010

posibilidad abierta, Michel Foucault

La existencia del lenguaje en la época clásica es, a la vez, soberana y discreta. Soberana dado que sobre las palabras ha recaído la tarea y el poder de "representar el pensamiento". Pero representar no quiere decir aquí traducir, proporcionar una versión visible, fabricar un doble material que sea capaz de reproducir, sobre la vertiente externa del cuerpo el pensamiento en toda su exactitud. Representar es oír en el sentido estricto: el lenguaje representa el pensamiento, como éste se representa a sí mismo. Para constituir el lenguaje o para animarlo desde el interior, no hay un acto esencial y primitivo de significación, sino sólo, en el núcleo de la representación, este poder que le pertenece de representarse a sí misma, es decir, de analizarse, yuxtaponiéndose, parte a parte, bajo la mirada de la reflexión, y delegándose a sí misma en un sustituto que la prolonga. En la época clásica no se da nada que no se dé en la representación; pero por este hecho mismo, no surge ningún signo, no se enuncia ninguna palabra, ninguna frase ni ninguna proposición se dirige jamás a ningún contenido sino por el juego de una representación que se pone a distancia de sí misma, se desdobla y se refleja en otra representación que es equivalente a ella. Las representaciones no se enraizan en un mundo del que tomarían su sentido; se abren por sí mismas sobre un espacio propio, cuya nervadura interna da lugar al sentido. Y el lenguaje está ahí en este rodeo que la representación establece con respecto a sí misma. Así, pues, las palabras no forman la más mínima película que duplique el pensamiento por el lado de la fachada; lo recuerdan, lo indican, pero siempre desde el interior, entre todas esas representaciones que representan otras.
El lenguaje clásico está mucho más cercano de lo que se cree al pensamiento que está encargado de manifestar; pero no es paralelo a él; está cogido en su red y entretejido en la trama misma que desarrolla. No es un efecto exterior del pensamiento, sino pensamiento en sí mismo.
Y, por ello, se hace invisible o casi invisible. En todo caso, se ha hecho tan transparente a la representación que su ser deja de ser un problema. El Renacimiento se detuvo ante el hecho en bruto de que hay un lenguaje: en el espesor del mundo, un grafismo mezclado a las cosas o que corre por debajo de ellas; siglos depositados sobre los manuscritos o sobre las hojas de los libros. Y todas estas marcas insistentes apelaban a un segundo lenguaje -el del comentario, de la exégesis, de la erudición- para hacer hablar y hacer al fin móvil al lenguaje que ponía en ellas; el ser del lenguaje precedía, como una muda obstinación, a lo que se podía leer en él y a las palabras en que se le hacía resonar. A partir del siglo XVII, lo que se elide es esta existencia maciza e intrigante del lenguaje. No aparece ya oculta en el enigma de la marca: aparece más bien desplegada en la teoría de la significación. En el límite, se podría decir que el lenguaje clásico no existe, sino que funciona: toda su existencia tiene lugar en su papel representativo, se limita exactamente a él y acaba por agotarse en él. El lenguaje no tiene otro lugar que no sea la representación, ni tiene valor a no ser en ella: en este molde que ha podido arreglarse.
Por ello, el lenguaje clásico descubre una cierta relación consigo mismo que hasta entonces no había sido posible ni aun concebible. Con respecto a sí mismo, el lenguaje del siglo XVI se encontraba en una posición de comentario perpetuo: ahora bien, éste no puede hacerse a no ser que exista el lenguaje -un lenguaje que preexiste silenciosamente al discurso por medio del cual se intenta hacerlo hablar; para comentar, es necesario el antecedente absoluto del texto, y a la inversa, si el mundo es un entrelazamiento de marcas y de palabras, ¿cómo hablar a no ser en la forma de comentario? A partir de la época clásica, el lenguaje se despliega en el interior de la representación y en este desdoblamiento de sí misma que la ahueca.
De ahora en adelante, el Texto primero se borra y, con él, todo el fondo inextinguible de las palabras cuyo ser mudo estaba inscrito en las cosas; lo único que permanece es la representación que se desarrolla en los signos verbales- que la manifiestan y que se convierte, por ello, en discurso.
El enigma de una palabra que debe ser interpretada por un segundo lenguaje es sustituido por la discursividad esencial de la representación: posibilidad abierta, aun neutra e indiferente, pero que el discurso se encargará de completar y fijar.

Ahora bien, cuando este discurso se convierte a su vez en objeto del lenguaje, no se le interroga como si dijera algo sin decido, como si fuera un lenguaje retenido en sí mismo y una palabra cerrada; no se trata ya de hacer surgir el gran propósito enigmático que se oculta bajo estos signos; se le pregunta cómo funciona: qué representaciones designa, qué elementos recorta y descuenta, cómo se analiza y compone, qué juego de sustituciones le permite asegurar su papel de representación.


Foucault, M. Las palabras y las cosas, Cap. IV. "Hablar", 1. Crítica y comentario, Siglo XXI, 2003

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