viernes, 29 de abril de 2011

perforar el material hasta su núcleo, Javier Adúriz, por Tomás Sánchez Belocchio

Ayer murió Javier Adúriz, poeta, amigo y maestro.
Decir profesor hubiera sonado casi mezquino, porque no alcanza a explicar la vitalidad y la inteligencia que irradiaba, ni el rastro de su influencia en aquellos que lo conocimos.
Todavía no pude procesar del todo la noticia de su muerte en mi cabeza. Fue tan rápido…
“Se murió el profesor de mi alma”, escuché que alguien dijo en su entierro.
Yo sé que Javier pertenece a mucha gente. Fue marido, padre y también hermano. Tuvo cientos (quizás miles) de alumnos a lo largo de treinta años y otros tantos amigos. Muchos de mis recuerdos de él son en realidad compartidos. Pero me gusta pensar que tuve una relación especial con él, distinta a las otras.
La nuestra fue una amistad intelectual. No de simetría, eso está claro. Sino en el sentido de que nunca fue afectuosa o confesional y más que nada, estuvo ligada al amor que compartíamos por la literatura. Javier era reservado y desde el colegio siempre mantuvimos cierta distancia o dinámica alumno-profesor, que sólo en ocasiones rompíamos. Yo no llamaba a Javier para contarle un problema familiar, pero podíamos estar horas debatiendo cuál era el mejor cuento de Salinger. Quizás por eso no supe hasta muy tarde reconocerla como tal. Hay amistades que tienen otros modos.
Dos escenas son fundamentales para entender el significado de Javier en mi vida. Son egocéntricas porque ambas se refieren a mí, pero no me importa, porque dan una idea cabal de su generosidad y también de su humildad. Además, tienen una rara cualidad poética.

De la primera incluso hablamos con él una semana después, cuando volvimos a encontrarnos. Me dijo: "Tenés que escribir sobre esa noche". Y en ese momento me reí porque había pensado lo mismo. Los dos habíamos quedado impactados por su rara energía. Lo que no pensé es que iba a escribir sobre esa noche justo ahora. Era diciembre. El calor era infernal. Estábamos solos en su departamento de Recoleta, la ventana abierta de par en par, el ventilador andando. Creo que discutíamos el final de uno de mis cuentos cuando de pronto se cortó la luz. Esperamos unos minutos que volviera. Pero no volvió. Y no sé si fue eso, el calor y la oscuridad, que lo hizo hablarme de una manera que no había hecho nunca. Me gustaría tener al menos la mitad de su elocuencia, la gracia, el dominio absoluto del idioma. Me dijo, con palabras mucho mejores, que tenía que ir más allá, destruir para volver a empezar, perforar el material hasta su núcleo, despojarme de lo nimio, me dejaba embelesar por la música de las palabras y estaba siendo blando, ¿dónde está la furia? Y no podía conformarme con menos. Habrán sido no más de cinco minutos y alcanzaron para destrozar toda seguridad que podía tener sobre “mi obra”. Bajamos a oscuras y en silencio las escaleras. Volví a casa derrotado y al mismo tiempo con la certeza de que había un halago secreto en sus palabras.

La segunda, no sé si fue antes o después de la primera, pero tiene más sentido para mí si las ordeno de este modo. Fue después de una noche de taller. Esta vez hacía frío y se había levantado viento mientras esperábamos un taxi en French y Las Heras. Él venía hablando de otro de mis cuentos cuando casi de la nada me dijo: "Vos ya sos un escritor". Lo miré incrédulo. Cuando tu profesión es otra, cuando no se tiene nada publicado, la palabra tiene algo de ilusorio o de inalcanzable, hasta impostado. Entonces me contó que a él se lo había dicho muchos años atrás un amigo poeta, una especie de mentor, cuyo nombre me dijo pero no retuve. Según él había sido un momento bisagra en su vida, aunque había demorado años en entenderlo y ahora, esa noche, había sentido la necesidad de reafirmármelo. “Vos ya sos un escritor. Quiero que lo sepas”. Y enseguida, me preguntó qué pensaba hacer con eso, como si en el acto de pasarme ese título invisible y antes de que pudiera regodearme con su elogio, ya me cargara una responsabilidad enorme.

No puedo fijar el recuerdo de la última vez que vi a Javier. Sé la fecha, conozco el lugar, pero no puedo recordar de qué hablamos exactamente esa noche. La mañana después del primer episodio de su enfermedad me escribió para suspender nuestro próximo encuentro. Era un mail apurado, breve, pero al final puso: "Te quiero decir algo que no es una despedida, pero urge decírtelo. Sos un escritor extraordinario y me honra tu amistad. Un gran abrazo, Javier." Confieso que al principio me pareció exagerado, porque me llegaban noticias de que estaba poniéndose mejor. Le escribí, me respondió. Hablé por teléfono con él sólo una vez más. Hace apenas unos días, ya cuando empezaba a impacientarme, pensando cuándo Javier iba a tener fuerzas para retomar el taller, me enteré de que había vuelto a su casa después de la última internación y ya no había nada más que hacer. Quise hablar con él, visitarlo. Pero era demasiado tarde y no tuve la chance de despedirme como hubiera querido.

Hasta ayer pensaba que su mayor regalo fue la dedicatoria de un poema que aparece en su anteúltimo libro. Se llama Piercing, y es para mí uno de los mejores. Reproduce el diálogo alucinado entre un padre y un hijo. Casi puedo oírlo decir: Lo nuestro fue más ensoñado siempre. Pero Javier, ¿no ves la radiación por todas partes? Ahora, entiendo que su mayor regalo fue en realidad otro. Su mirada, la que me trataba como un par y en la cual podía reconocerme como en ninguna otra. Esa mirada que me leyó como nunca antes nadie me había leído y que hoy me urge a escribir.

No sé si tengo plena noción de su pérdida, de lo que voy a extrañarlo.
Sólo espero haber honrado su amistad.

6 comentarios:

  1. Muy emocionante
    habla de alguien que quería profundamente a los
    seres de una manera muy especial/Como era él especial

    desde graciela abrazo
    grawen@fibertel.com.ar

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  2. Excelente homenaje a Javier Adúriz, a través de este texto magnífico. David A. Sorbille

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  3. Tomy, conmovedor. gracias por este texto.

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  4. el otro día, a partir de estas cuestiones pensaba que no hay relación más bella y elevada que la del conocimiento. cuando la relación logra ser maestro-discípulo, como en el caso de javier, uno jamas conoce lo vil de la persona. sólo se comparte belleza. en estado puro.

    no sé si te pasó, pero muchas veces tuve la sensación de que el mundo entero debía asomarse a la ventana del taller de peña, y echar una ojeada a lo que ahí acontecía.

    destino o no, ahora que todo es presente, podría no haberlo conocido.
    Lola Castro.

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  5. nunca lo había pensado y creo que la pregunta no va dirigida a mí sino a Tomi, pero creo que sí, me pasó!
    Roxana

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