La muralla de juncos oscurecen las bocas y algunas aparecen marcadas, por ese motivo, con largas estacas que sobresalen de la línea verde.
Pero también el río abierto tiene su encanto y el camino es bastante más corto. De todas maneras, aun por ahí, iba a tener oprtunidad de observar los altos árboles, irguiéndose, al parecer, un poco echados hacia atrás, contra el cielo diáfano y profundo del verano.
Vació el agua del bote y descendió rápidamente hacia el río abierto, impulsado por una correntada formidable. Aprovechó el impulso del agua para fumar un cigarrillo, dejándose llevar a camalote y corrigeindo de vez en cuando la deriva con un rápido golpe de remo.
Cuando llegó al banco se dejó llevar hasta donde calculaba que había atado la línea. Los juncos se asomaban apenas, porque el agua estaba todavía alta. De manera que no había rastro en la línea. Sin embargo decidió buscarla, simplemente por el placer de acertar con ella y, en cierto modo, de contrariar al río. La verdad que el río es ajeno a todo sentimiento, pero muy a menudo parece animado por un humor sombrío.
El río es espléndido y el hombre se siente misteriosamente atraído por él. Esto es todo lo que se puede decir.
Ese hombre se detiene junto a sus aguas y observa la susurrante vastedad con cierta nostalgia, como si hubiera extraviado algo muy querido y absolutamente primordial en medio de este río semejante a la eternidad. Eso, tal vez, le induce a pensar que el río es bueno.
Sudeste (fragmento), 1962
Celebro la aparición de un texto de Haroldi Conti, de quien alguna vez escribí sobre su obra: "que amanece con la brisa de la costa/
ResponderEliminarentre las redes de los barcos pesqueros/
y el humor vagabundo/ que atraviesa el corazón del tiempo/ los grandes sauces y el álamo carolino/ la inocencia solitaria/ los habitantes resignados/ las ciudades cautivas/
y el dolor de la ausencia"
David Antonio Sorbille